Los argentinos y el Papa Francisco

La sabiduría popular, siempre tan aguda y mordaz en Argentina, escribió en estos días, con un dejo de sarcasmo e ironía lo siguiente:

"Se murió Gardel, fuimos todos tangueros; se murió Perón, fuimos todos peronistas; se murió Maradona, fuimos todos futboleros; ahora se muere el Papa y somos todos católicos..."

Eduardo Sacheri, por su parte, presentando su novela sobre Malvinas, en la Feria del Libro, dejó sobre la mesa la siguiente reflexión:

"Durante casi tres meses no hablamos de otra cosa, (se refería a las Malvinas), y después del 14 de junio de 1982, hablamos de todo, menos de eso."

Ambos ejemplos describen, de manera descarnada, quiénes somos y cómo somos los argentinos: tan pasionales e intensos, como lo somos de fríos, irreflexivos e inconstantes.

La grey católica acaba de enterrar al Papa Francisco, y hemos sido testigos de un fenómeno singular, replicado en muchas partes del mundo, pero con una carga emocional y simbólica particularmente fuerte en nuestro país. Porque Francisco era argentino, y eso, de algún modo, nos interpeló a todos.

Los templos se llenaron de fieles, se realizaron en su nombre, misas, homenajes, peregrinaciones, se multiplicaron los rezos y las lágrimas. No faltó quien viajara a Roma para despedirlo.

Tampoco faltaron los que ya le han pedido favores (al muerto), como así también otros, que se tomaron selfies junto a su cuerpo, reflejando la superficialidad de su actitud y de lo que creen.

Pero, también fuimos testigos impávidos, de cómo fue descalificado y criticado duramente durante años, por muchos argentinos, incluidos los mismos católicos que hoy lo lloran.

Hizo falta su muerte para que muchos cambiaran su actitud hacia él. Los involucrados deberían reflexionar al respecto, porque algo parece no estar funcionando bien.

Es muy probable que, dentro de poco tiempo, solo lo recordemos al ver alguno de sus retratos, al pasar por una plaza o al cruzar una calle que lleven su nombre.

Su legado, su ejemplo, sus palabras y silencios, sus errores y aciertos, quedarán relegados al recuerdo circunstancial. Probablemente, tampoco se acuerden del Dios a quien sirvió, y no faltarán los que quieran transformarlo en santo.

Volveremos a ser, los argentinos de siempre.

No me corresponde juzgarlo como cristiano. Esa tarea le pertenece exclusivamente a Dios. Como creyente, solo puedo expresar el deseo de encontrarlo un día en el Cielo, en ese Reino que no se alcanza por méritos humanos, sino por la gracia divina, como nos recuerda el apóstol Pablo:


"Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios" Efesios 2:8

No puedo confirmar ni rechazar cada una de las declaraciones que se le atribuyen. Sabemos cuán fácilmente pueden ser distorsionadas. Pero no dudo de su disposición sincera de servir a Jesucristo.

Fue, a su modo, un hombre de fe, con convicciones, con errores como cualquiera, pero con una entrega que merece respeto.

No comparto muchas de las doctrinas del catolicismo que él representaba, en especial aquellas que se apartan del mensaje bíblico. Sin embargo, este no es el momento para abordar esas diferencias. Hoy es tiempo de recogimiento y reflexión.

Desde una mirada personal, creo que Francisco fue un buen cristiano. Intentó vivir de acuerdo a su fe, con un énfasis particular en la humildad, la justicia social, la misericordia, el perdón y la compasión, valores profundamente cristianos que se expresan con claridad en las palabras del mismo Jesús:


"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" Mateo 5:7

Dejó una huella que muchos, dentro del catolicismo, harían bien en recoger y continuar. Tal vez su origen sudamericano le dio una sensibilidad distinta, una cercanía con los que sufren, con los olvidados, con los últimos.

Su paso por este mundo fue imperfecto, como el de todos, pero dejó señales de una fe viva. Ojalá esas señales sirvan para que muchos católicos se vuelvan sinceramente a Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres, no solo en momentos de conmemoración o dolor, sino en la vida cotidiana, donde la fe verdadera se pone a prueba y se manifiesta en hechos.

Juan Alberto Soraire

Un cristiano del montón